¿Para qué?

04.11.2025

Noviembre.
El mes de la tormenta y el caos.
El de las ilusiones y nuevas visiones.
Mágico y salvaje, donde todo brota sin control.

Empezó como algo improvisado, casi accidental, y con el tiempo fue adquiriendo la rutina de un patrón idealizado. Pero cuando el centro se inclinó, el eje se perdió. Y con él, una parte de mí también.
Aun así, ha sido una experiencia increíblemente divertida, dolorosa y aterradora.

Adiós a la certeza de todo lo conocido.
Frente a mí se bifurcaba un nuevo camino, una nueva era… una etapa sin condicionantes.
Una parte de mi yo anterior había muerto, y solo quedaba el eco de un pasado que me recordaba cómo había llegado hasta aquí: a esta repulsión incipiente hacia el compromiso, hacia el vínculo emocional.
El inicio de una frialdad que siempre había estado dormida.

Hoy me siento descolocada, despojada de todo aquello que creí haber construido.
Pero quizá era necesario destruir para volver a construir.
Esta vez será distinto: un trabajo fino, paciente, de rigurosa artesanía interior.

A veces me pregunto cuánto tiempo decide alguien quedarse en un estado emocional, cuando en realidad la emoción dura apenas segundos.
¿Será la persistencia de la memoria… o el susurro de la conciencia taladrando la mente, repitiendo una idea constante?
La culpa, tal vez.

He empezado a disfrutar de la soledad.
De no tener que justificarme, de no sucumbir al exceso de explicaciones.
Porque cuando te desnudas con palabras, cuando te excedes en detalles, declaras abiertamente tu vulnerabilidad.
Y ya no quiero eso.

Lo supe desde el principio: mi perdición son los extremos.
El exceso, la intensidad con la que puedo lanzarme al vacío si es necesario.
Pasar de cero a cien en un segundo.
Arder o congelarme.
Vivir siempre en los bordes.