Balance anual,nada parece igual...

31.12.2024

No era el momento más adecuado para buscar la serenidad de la soledad, pero, ¿cómo poner fin a este año sin regalarme la oportunidad de reflexionar sobre todo lo que he vivido? Pensar en las huellas que este ciclo ha dejado en mí: las que me han llevado a explorar nuevos caminos, a soñar con horizontes lejanos, a desconfiar de todo lo conocido, y, sobre todo, a llorar.

¿Cómo saber si la transformación ha sido un vano intento o, en realidad, una enseñanza envuelta en sufrimiento? Desaprender las viejas costumbres, vaciarme del ruido ajeno, embarcarme en una travesía sin retorno. Promesas rotas, certezas que se deshacen, y el delicado arte de filtrar las impurezas para poder vivir sin interferencias, sin preocuparme por las máscaras que el mundo exige. Ya no importan las apariencias ni los trayectos compartidos; descubrí mi propio valor, perdí el temor y quebré los grilletes que me ataban. Con los puños cerrados y la impulsividad que me caracteriza, me rebelé contra un sistema obsoleto, contra un servilismo que ya no tenía cabida en mi ser.

Tras unos días de destierro, de un retiro casi necesario para escapar del bullicio constante en mi mente, pude ver con claridad. Comprendí que somos, y probablemente siempre seremos, la excusa perfecta para una misoginia profundamente arraigada, una misoginia de la que nos costará siglos liberarnos... oración, redención o lapidación, da lo mismo... parece que nunca hemos sido más que un objeto de juicio.

Es curioso cómo, cuando una mujer toma una decisión, los demás siempre creen que es repentina. Pero no es así. En nuestra mente, esa decisión lleva mucho tiempo gestándose, y aunque el miedo nos inmovilice, es cuando nos enfrentamos a la realidad que finalmente podemos actuar, aunque nos cueste.

Hace meses, ante lo que parecía un cambio profundo, decidí abandonar el manto del silencio que me había cubierto durante tanto tiempo. Me entregué al interrogatorio de dudas que llevaba más de un año eludiendo. No hubo sorpresa en la reacción, pero sí en el desenlace. Desperté una mañana con el teléfono sonando de forma incesante. El juego había vuelto al principio, al origen, a ese aterrador ayer en el que la tregua que había alcanzado se evaporaba como un espejismo. Tuve que tomar a mis hijos y huir unos días, apartarme del caos que había provocado mi decisión, tragándome el corazón y afrontando lo inevitable. Al fin y al cabo, lo único que nadie podrá arrebatarme es la dignidad de ser fiel a mis principios, a mis valores.

El océano se tiñó de carmesí, la sangre regresó a la arena, y el circo volvió a abrir sus puertas. El estrépito fue ensordecedor, los abucheos, demoledores. Antorchas y cerillas iluminaban el sendero, y la carga de la culpa recaía sobre mí, aplastante. Por un instante, casi sucumbí a la idea de que, tal vez, todo lo que estaba viviendo era lo que merecía... Lógicamente, lo había buscado yo misma. Al ignorar todas las advertencias, había seguido en una espiral de autocompasión y hedonismo, buscando un placer fugaz que rápidamente se tornó amargo. ¿Valió la pena? No, de ninguna manera. Donde pasó Atila, dicen que no volvía a crecer la hierba, y donde yo pasé... quedaba un rastro de cadáveres, todos ellos piezas de un rompecabezas que, algún día, tendré que reconstruir con paciencia.

Cuando logré superar la ola del juicio moral, llegó la incredulidad, acompañada de una disconformidad silenciosa ante la nueva realidad que se me imponía. Ataques y presiones para transformar el amor de unos niños en repulsión, en desdén. Este ha sido el año de la "Gran Purga", un año en el que cada día fue una especie de carnaval, máscaras y disfraces en un baile del que sólo bailan los mismos.

Lo que más me duele es que toda mi disposición por hacer lo correcto, por preservar mi honra, se haya desvanecido en la nada, perdida en el abismo sin horizonte ni fin. Mi círculo de confianza, ya en jaque mate, y yo, la reina solitaria, danzando bajo el peso de una corona que parece cada vez más insostenible.

Hacer las cosas y luego arrepentirse es una carga que aqueja a muchos, aunque pocos lo encuentren como consuelo. En esta nueva etapa de mi vida, en la que he sido testigo de lo peor del ser humano, siento que el ciclo infernal sigue atrapándome, pero ya no sé si es cuestión de costumbre, o si he adquirido un derecho inconfeso tras un sinfín de derrotas y desengaños.

Diez mil años sometidas a un rol único, un papel del que algunas se benefician y que otras, con toda su fuerza, desafían, luchando por inculcar a las nuevas generaciones la erradicación de cualquier rastro de diferencia. Educadas para ser amas de llaves, guardianas del hogar, cuidadoras perpetuas, hasta que esa imposición genera una fractura irremediable: el sufrimiento de cargar con la dualidad que impone el nuevo paradigma social... la imagen de la "superwoman", despojada de cualquier atisbo de realidad. Se nos enseña y se nos forma para alcanzar las alturas de nuestras carreras profesionales, sin que nunca se desvanezca ese adiestramiento al que, durante siglos, fuimos sometidas, ese "encasquetamiento" que nos fue impuesto, con la fuerza de una tradición arraigada.

Tuve la fortuna de cruzarme en mi camino con mujeres que, con generosidad, abrieron las puertas de la comprensión y dieron sentido a la confrontación que habitaba en mi interior. Años de jornadas laborales reducidas, cuando mi hija aún era pequeña, y con frecuencia me lanzaba la misma pregunta: "¿Mamá, por qué tú no eres nada?" Trabajaba, sí, y me debatía entre los dos roles, pero en esa época el discurso social había calado tan hondo en mi ser que, a menudo, me sentía impotente y frustrada. La idea de un desarrollo profesional que me permitiera aplicar todo lo aprendido en mis años de estudio y títulos parecía inalcanzable. Para mi entorno, ese deseo era interpretado como una ambición desmedida, egoísta, alejada del ideal de la "buena esposa y buena madre".

Así que, un buen día, tomé la decisión de dejarlo todo atrás, sin más. Al principio fue sumamente horrible... noches de insomnio, desprecios y odio, el inicio de un nuevo demonio. Me fui desvaneciendo lentamente hasta alcanzar un punto en el que ya no se podía caer más bajo. Jugué al pez que nada en círculos y se muerde la cola, al ciego que no quiere ver, al incrédulo que no quiere creer y al idiota que acepta nada por nada. Cuando la realidad se volvió más cruda, la incerteza fue forjando su nueva fortaleza, escudo y noble defensa. Pasó a dejar de pensar y simplemente disfrutar y actuar, dejó de cavilar y divagar, tan solo pasar el rato, observar y dejarse llevar.

Aceptó una invitación y acabó con una extraña y curiosa unión, una persona con la que compartir momentos de diversión, conversación, pasión y una tierna comprensión. Hacía tiempo que no sentía la presión de la justificación; por primera vez en mucho tiempo había dejado la aceptación sin buscar perfección o sentir obligación. Únicamente pura devoción y no un capricho producto de una rutina que para algunos fue un error de precisión. Fuera de toda prisión, la realidad no aprieta sin compasión, salvo si no entiende el objetivo de la misión: entretener.

Por suerte, la vida aprieta, pero no ahoga. Hoy, lejos del populismo de las críticas, del ruido de los posicionamientos, y de todo aquello que fui soltando en el camino, la vida comienza a recuperar su sentido más auténtico. He logrado reconectar con mi versión de madre y de mujer, sin que esas identidades representen un conflicto o una rendición frente a las circunstancias.

Ha sido una travesía agridulce, sí, pero también profundamente transformadora. Y salgo de ella reforzada, con la certeza de que la vida es única, y que los sueños —esos que son realmente nuestros— sólo se vuelven posibles cuando nos rodeamos de personas que, en lugar de apagar nuestra llama, la avivan. Que la dejan fluir, crecer, arder… hasta alcanzar todo su esplendor.

Aprendiendo que no le debo nada a nadie, y que lo único que realmente marca la diferencia son los hechos frente a los desafíos superados.

He conocido a mujeres que, con tesón y coraje, han logrado salir adelante a pesar de enfrentarse a entornos hostiles, con hijos a cargo y una vida que exigía una estrategia centrada, ante todo, en buscar su propia felicidad y la de sus pequeños.

Con perspectiva y cierta distancia, reconozco que quizá podría haber hecho las cosas de otro modo. Pero la reacción —como causa y efecto— muchas veces escapa a nuestro control, especialmente cuando entendemos que cada persona es libre de actuar según sus valores o su propia realidad. No estoy aquí para aleccionar a nadie, ni mucho menos para divagar sobre la ética o la conciencia ajena.

Antes, todo era un "¿Por qué?" —como ese niño que necesita respuestas para todo—. Hoy, la pregunta ha cambiado. Ahora me pregunto "¿Para qué?"...

Para que mi alma pueda habitar en armonía con mi ser. Para que, cuando llegue el momento de partir, pueda sonreír con serenidad y decir: no me arrepiento de haber tenido la valentía de decidir.

Por los nuevos comienzos.

Por quienes, incluso frente a mi peor versión, eligieron quedarse.
Sin juicios, sin condiciones, sin necesidad de entenderlo todo.
A quienes permanecieron fieles al alma, no a las apariencias.

Reina, dama, cortesana o ramera…
He sido muchas, he sido todas.
Porque el poder de la supervivencia no distingue títulos,
lo forja el dolor, lo templa la caída,
y lo eleva la decisión de no rendirse.

Persistir…
Ese ha sido mi arte, mi condena y mi bandera.
Y mientras me quede aliento,
mientras el último halo de vida arda en mi pecho,
llevaré conmigo este lema:

Hijos míos, lo más valioso que tenéis, lo más sagrado,
lo que debéis proteger y defender a toda costa,
es vuestra esencia.

Todo lo demás puede perderse.
Pero aquello que sois en lo más profundo…
eso, jamás debe ser entregado.

"No hay viento favorable para el que no sabe dónde va", (Séneca) 

" Ningún mar en calma convierte a un marinero en un experto navegando" - LA- ᚢ ᛏ ᛟ Δ