
Incluir lo excluido del faro de lo destruido.
Hace 20 años que abrí un blog. Era en mitad de la noche, aprovechando mis momentos de máxima privacidad, cuando me dedicaba a escribir. Sin nada meramente relevante que relatar, ese acto se convirtió en un ritual, en mi particular mecanismo de expiación espiritual. En mayo de 2024, y por sugerencia de muchos que insistían en que retomara la escritura, lo hice sin pensarlo demasiado. El motivo no era buscar audiencia, ya que lo que tengo que contar seguramente cause indiferencia o, en el mejor de los casos, desencadene una brutal narcolepsia en potencia. El acto de escribir carecía de intencionalidad; surgía de mi necesidad de dar forma a mis pensamientos, que en palabras resultaban, a menudo, más certeros que en mi propia mente.
Hace unos meses decidí abandonar mi lugar, mi hogar, renunciar y sacrificarlo todo por un ideal. No todos entienden por qué tomé esas decisiones, por qué añadí tantas complicaciones cuando, en apariencia, ya lo tenía todo. Es el desaliento: ese sentirse vacía, como si faltara algo esencial aun estando entre los míos. Todo se habría mantenido igual, salvo por un pequeño matiz: la muñeca de porcelana del estante empezaba a desquebrajarse.
Durante mucho tiempo sentí la desesperación. El agotamiento físico y mental se apoderó de mí; perdí nueve kilos, quedándome en 43. El olor de la comida me resultaba nauseabundo; verla me provocaba arcadas. Mis propios nervios me consumían. No dormía. Solo corría de un lado a otro, tratando de llegar, de cumplir, de probar, cuando en realidad lo único que deseaba era parar. Parar, desaparecer, alejarme incluso de mis propios hijos. El ruido me torturaba, la gente me daba ansiedad, el mundo me producía vértigo. Solo quería saltar al vacío y sentir la verdadera paz recorrer mi cuerpo… el silencio de la nada, el cese de los murmullos y opiniones, de las críticas sin derecho, de las represalias sin piedad, de la brutal sinceridad, de la humillación de la condescendencia, del chantaje y la manipulación por la desobediencia. Era la opresión de una multitud que solo condena… impotencia, rabia, furia, frustración, decepción, depresión, desvalorización, aniquilación, desesperanza, desasosiego… todas se entrelazaban, creando mi estado constante.
Hubo muchos momentos en los que sentí que no podía más. Ahogué mis penas con sedantes del alma, bajando la cabeza hasta el fondo de la bañera y, por segundos, aguantando la respiración hasta que ya no podía más y tenía que salir a la superficie por pura obligación. Bajo toda esa locura, inestabilidad, debilidad y volatilidad, desprovista de todo y desnuda, cargada solo de humildad, en mi mano siempre sostenía un bolígrafo y un papel. Mi única salvación era la expulsión mediante la escritura. Ahora esas páginas mojadas que cayeron dentro de la bañera —tachadas, arrancadas, llenas de lágrimas y de una caligrafía caótica y neurótica— cobran su sentido. Fueron mi ancla, más que el mismo amor que, como madre, juré ofrecer siempre de forma auténtica, con sus luces y sus sombras… porque soy humana.
Y pese a que hoy en día todo se normaliza, se viraliza, se ridiculiza o se desvaloriza… la realidad supera la ficción. Pasar por todo lo que he pasado no me avergüenza; al contrario, plasmarlo me da sentido. Me han dicho que hacerlo es un acto de valentía, de confesar y mostrarme tal como soy, sin pudor ni arrepentimiento. Hoy, al admitir todas mis imperfecciones, me doy tregua, me concedo el perdón y me aplaudo con orgullo por los pequeños pasos que di, aun cuando estaban desprovistos de ganas o emoción. Me habían arrebatado las ganas de vivir, aquella luz y energía que irradiaba nada más levantarme por la mañana. Al menos ahora, al admitir que desde que decidí pensar en mí soy feliz, siento que vivo por primera vez en mucho tiempo.
Toda mi vida escuché: "eres una egoísta", "eres una malcriada caprichosa", "eres una inmadura", "deja de estar en las nubes y quererlo todo", "pon los pies en la tierra"… Pues bien, lo hice. Mandé a la mierda todo de un plumazo. Me pasé de la mujer que esperaban a ser una que ni siquiera reconocían. Pasé del "querer" al "ser", y dejé de "creer" para ver… y lo que vi fue a mí misma quemándolo todo, aunque me aconsejaran, aunque intentaran frenarme, aunque me instaran a reflexionar. Pero ya era tarde; en mi cabeza, el contador había llegado a cero, y mi paciencia se había transformado en exigencia.
Pensé que podría con todo, que no me importaría lo que dijeran los demás, que podría soportarlo. Sin embargo, no conté con algunos factores externos que hicieron de mi funambulismo un desequilibrio hacia el desfiladero del castigo… y así llegó el golpe seco contra el suelo. No sentí miedo por perder, ni sentí vacío al verme sola. El verdadero dolor vino del declive del amor… de ver cómo se va desgarrando y destrozando, cómo se aniquila cualquier atisbo de ternura, cualquier resquicio de admiración, de apoyo, de estima, de compañerismo, de altruismo.
De la generosidad al desprecio, y del desprecio al olvido, como un fuego que se consume en silencio hasta dejar solo cenizas. Cada gesto frío, cada silencio insoportable, cada mirada ausente desgarraba aún más las fibras que alguna vez nos unieron, reduciéndolas a hilos frágiles, apenas sostenidos por la memoria de lo que fue.Lo que antes era un refugio se volvió un campo de batalla donde cada palabra se convertía en un arma, y cada desacuerdo, en una herida. La admiración, una vez tan presente, se desmoronaba ante la indiferencia, como si los cimientos de nuestra historia ya no soportaran el peso de la distancia, del cansancio, de la desilusión. Me dolía ver cómo se desdibujaban nuestras promesas, cómo se desvanecían los detalles que nos hicieron cercanos.
Y así, el amor que antes llenaba espacios de paz, se convirtió en una carga; una sombra de lo que fue, cada día más lejana, cada día más difícil de alcanzar.
Y ahora viene la era del perdón, de la redención y del darse cuenta. El momento de recoger los pedazos y mirarlos sin juicio, aceptando las grietas como parte de lo vivido. Es la etapa de soltar culpas, de liberar el peso de los errores, de encontrar en cada caída una lección y en cada despedida una reconciliación conmigo misma.
Es tiempo de darme cuenta de que el dolor no fue en vano, que cada sombra en el camino fue una invitación a mirar hacia dentro, a reconocerme en mis vulnerabilidades y en mis fortalezas. El perdón, primero hacia mí, se convierte en un bálsamo; es la tregua que me concedo después de tanta guerra interna, el abrazo que me doy después de tanto rechazo.
La redención llega en la forma de pequeñas decisiones: en la elección de la paz sobre la ira, en la disposición a dejar ir resentimientos, en la voluntad de no seguir buscando justicia en lo que ya no tiene remedio. Es darme permiso de ser imperfecta, de haber cometido errores, de ser humana. Es recuperar la dignidad que quizá dejé atrás en momentos de ceguera, y sentirme capaz de construir desde las ruinas, con la serenidad de quien sabe que el camino continúa.
Y, finalmente, es el despertar a una nueva conciencia. Darme cuenta de que el amor, el verdadero amor, es también amor propio; que nunca podré entregarlo del todo si no lo cultivo primero en mí misma. Es entender que el perdón no es solo para quien me hirió, sino para la persona en el espejo, la que más tiempo se castigó por aquello que ya no se puede cambiar.
Ahora, en esta era, respiro profundo, dejo que la vida me sorprenda y me permito empezar de nuevo. A los que decidieron no seguir a mi lado, gracias por la gran lección. Cada despedida, cada alejamiento, fue una oportunidad disfrazada que me empujó a mirar más allá de mis límites y a buscar dentro de mí la fuerza que ignoraba que poseía.
Me aterraban las despedidas; supongo que de ahí proviene esa manía de justificarme y justificarlo todo. Ese síndrome de perrillo abandonado que debió quedarme tras perder a mi padre se fue arraigando en mi ser, marcando cada uno de mis vínculos con un miedo latente. Cada adiós se convertía en un eco de aquella pérdida, recordándome que lo que más amaba podría desvanecerse en un instante, dejándome sola y desprotegida.
Ese temor a perder, a no ser suficiente, se transformaba en una búsqueda desesperada por mantener a las personas a mi lado, incluso a costa de mi propia esencia. Me encontraba enredada en relaciones donde el miedo guiaba mis acciones y mis palabras, como un hilo invisible que me mantenía atada a la necesidad de ser aceptada y amada, temerosa de que el desamor pudiera ser una repetición del dolor que ya conocía.
Cada vez que alguien se alejaba, se reavivaba esa sensación de vacío, de abandono. Era como si una parte de mí se desvaneciera con ellos, dejándome más frágil, más insegura. Y así, me justificaba, buscando respuestas que a menudo no existían, tratando de comprender por qué me dejaban, como si el amor necesitara siempre una explicación lógica para su partida.
Sin embargo, en este viaje hacia el perdón y la redención, he comenzado a deshacerme de esas cadenas. He aprendido que no puedo controlar las decisiones de los demás, ni debería sentirme responsable por su partida. Las despedidas, aunque dolorosas, no son un reflejo de mi valía; son simplemente parte de la vida, oportunidades para crecer y aprender.
Al enfrentar mis miedos, me doy cuenta de que el verdadero abandono ya no es solo una herida del pasado, sino un impulso para liberarme y abrirme a nuevas posibilidades. Y aunque aún siento ese pequeño cosquilleo de inquietud ante cada despedida, también reconozco que cada final es, a su vez, un nuevo comienzo.
Y aunque hubieran finales que podrían haberse escrito de otro modo, ya no me importa. He llegado a comprender que siempre fui la misma, con mis virtudes y defectos entrelazados, y que en esa esencia radica mi autenticidad. Mi exceso de sinceridad, a veces una bendición, otras veces una carga, es un rasgo que me define. Esa verborrea que brota de mi alma, como un torrente de pensamientos y emociones, me ha llevado a momentos de conexión profunda, pero también a malentendidos y heridas.
A lo largo de los años, he aprendido que ser honesta en un mundo donde las palabras pueden ser disfrazadas o manipuladas tiene su precio. He abierto mi corazón y, en ocasiones, me he encontrado expuesta, vulnerable ante la posibilidad de ser incomprendida. Sin embargo, no me arrepiento de esa sinceridad. Es el hilo que me conecta con quienes realmente importan, con aquellos que pueden ver más allá de mis palabras y entender la intención que las sustenta.
Mis charlas interminables, mis reflexiones a flor de piel, son también un testimonio de mi deseo de ser auténtica, de no enmascarar mis pensamientos ni mis sentimientos. Aunque a veces me he sentido abrumada por la necesidad de expresar cada matiz de mi ser, he llegado a abrazar esta parte de mí. Es un recordatorio de que, aunque los finales puedan no ser perfectos, siempre hay valor en la verdad y la transparencia.
Ahora, más que lamentar lo que pudo ser, celebro lo que soy. Mi voz, aunque a veces demasiado estridente, es mi herramienta para navegar el mundo, para conectar con otros y para seguir buscando mi lugar en esta travesía. Así, con cada palabra que elijo, con cada historia que cuento, me acerco un poco más a la libertad de ser quien realmente soy.
Gracias a todos. Ha sido, o más bien, viene siendo ya un año duro, pero en el que no solo he llorado. He conocido a personas que me han hecho reír de nuevo, a desconocidos que, con su calidez y su presencia, se quedaron a verme cuando yo me sentía avergonzada por no poder mostrarles mi mejor versión. En esos momentos, me di cuenta de que la autoexigencia con la que me castigaba era una carga innecesaria, un peso que me había impuesto en lugar de un regalo que debía darme a mí misma.
Estas nuevas conexiones han sido un faro en medio de la tormenta. Cada risa compartida, cada conversación que fluyó sin pretensiones, me recordó que la vida continúa, incluso en los días más oscuros. Me enseñaron que la vulnerabilidad no es un signo de debilidad, sino una puerta abierta a la empatía y a la comprensión. Al permitirme ser imperfecta, encontré en ellos un refugio, un espacio seguro donde soltar las máscaras y abrazar mi autenticidad.
Así, en medio de la adversidad, floreció una nueva perspectiva. Aprendí que cada lágrima tiene su razón de ser, y que en la tristeza también hay belleza. La risa se convirtió en mi aliada, un recordatorio de que la alegría puede coexistir con el dolor y que, a veces, son precisamente esas pequeñas chispas de felicidad las que nos impulsan a seguir adelante.
Hoy, miro hacia atrás y agradezco a quienes han estado a mi lado en este camino. A los que me abrazaron sin juicios, a los que compartieron sus risas y a aquellos que me mostraron que la vida, aunque a veces dura, está llena de momentos que merecen ser celebrados. Este año ha sido un viaje de transformación, y con cada paso, me acerco más a la aceptación de mí misma, con todas mis luces y sombras.
Llevo mucho tiempo desconectada de muchos de mis seres queridos, y la razón es que no sé quién soy en estos momentos. Me he vuelto desapegada, y según ellos, "hago cosas raras", cuando en realidad lo único que estoy haciendo es buscarme. Alejarme y tratar de encontrarme, aunque para ello deba perderme en el camino. Es una etapa de exploración que, aunque parezca desconcertante para otros, es fundamental para mi bienestar.
Por más que quiera agradar, contentar y no herir a nadie, siento que debo estar sola. Esta soledad no es un rechazo a los que amo; es una necesidad interna de recuperar mi fuerza y mi poder. Necesito ese espacio para sanar, para pensar con claridad, lejos de la presión de cumplir con las expectativas ajenas que a menudo me ahogan.
En esta búsqueda de mí misma, estoy aprendiendo a valorar mis propios deseos y necesidades, aunque eso signifique distanciarme temporalmente. Cada momento que paso a solas es una oportunidad para escuchar mis pensamientos y entender mis emociones sin la interferencia de las voces externas. Es un proceso a veces doloroso, pero esencial para encontrar mi verdad y reconectar con mi esencia.
Sé que este viaje puede causar confusión y preocupación en quienes me rodean, pero estoy convencida de que es necesario. A través de esta desconexión, estoy buscando construir una relación más sólida conmigo misma, una que me permita volver a conectar con los demás desde un lugar de autenticidad y plenitud. Estoy aquí, en esta búsqueda, y aunque pueda parecer que me estoy alejando, en realidad, estoy trabajando para regresar más fuerte y más centrada.
"En asuntos de amor, los locos son los que tienen más experiencia. De amor no preguntes nunca a los cuerdos; los cuerdos aman cuerdamente, que es como no haber amado nunca. Jacinto Benavente" - LA- ᚢ ᛏ ᛟ Δ