Restar, estar y aceptar...

17.11.2024

Noviembre: la antesala del final de una etapa, de un largo y extenuante viaje que en muchos momentos se tornó desesperante. Hace dos noches, alguien me preguntó cómo valoraba este 2024. Emití un largo suspiro, uno que emergió desde lo más profundo de mis entrañas. En ese suspiro, podía sentir la mezcla de emociones que aquella simple pregunta evocaba. Y, al tratar de responder, me di cuenta de que no podía definirlo.

Ha sido un año que deja huella, un surco profundo, de esos que marcan un antes y un después. Un año que me enseñó que el camino, al final, lo construyo yo. Ha sido un recorrido lleno de ausencias, de muros y fronteras que no logré derribar, de piedras pesadas en los bolsillos, de montañas escarpadas, de acantilados y buitres acechantes.

También hubo amaneceres llenos de luz y frías madrugadas, vientos y mareas indomables, lluvias y corrientes intensas. Largas noches de oscuridad, donde los sedantes del alma nublaron mi juicio, exiliaron la razón y enterraron mi corazón. Y aun así, hubo risas en mitad del duelo, lloros de recuerdo que brotaron como manantiales silenciosos, y nostalgia en la alegría, como si cada momento luminoso trajera consigo la sombra de lo que fue y ya no está.

La simbiosis quedó atrapada, enterrada y encarcelada, con la llave lanzada al vacío con fuerza, hacia un destino que, para entonces, ya no importaba. Sin embargo, del lienzo desdibujado de mi vida, los trazos cobraron vida propia. Los colores más oscuros pintaron una nueva paleta, un horizonte diferente.

En medio de todo, un espejismo de esperanza apareció al abrir una ventana, justo cuando todas las puertas parecían cerradas. Y así, con los ladrillos que quedaron de los muros caídos, empecé a reconstruir.

La respuesta fue sencilla, aunque en un principio no sabía por dónde empezar, pues me resultaba imposible enmarcar su comienzo. Después de una pausa, descubrí y pronuncié una palabra que lo resumía todo: resiliencia.

Con total sinceridad, con una voz firme y férrea, decidí dedicar esa respuesta al discurso de mi autocomplacencia: He tenido valor para equivocarme sin pudor, para defender mis ideales con convicción. Incluso cuando las circunstancias me obligaron a aceptar una baja forzosa, no lo vi como un fracaso, sino como una señal. Mi cuerpo, en su fragilidad, se convirtió en mi armadura y en mi bandera, un verdadero emblema de superación.

Aunque estuvo en primera línea, soportando los impactos más duros, cada uno de los golpes que recibió se transformó en el escudo que ahora sostiene mi indudable condición: soy resiliente. Soy capaz de resistir, de adaptarme, y de renacer."

Y de ahí, el discurso abrió nuevas líneas a debatir. Entre todas las reflexiones, una se destacó con fuerza: "Solo los más grandes, son los que llegan a lo alto siendo buenos en lo profesional y aún mejores personas". Ser bueno es valioso, pero ser una mejor persona, eso es lo que realmente marca la diferencia.

Ser una gran persona, ser ese referente al que otros miran con admiración, no requiere humillar, doblegar ni ordenar. La verdadera grandeza reside en el respeto, la empatía, en liderar con el corazón y en reconocer que, por encima de los cargos y los logros, somos todos seres humanos. He descubierto que la risa es el antídoto de las personas inteligentes. No una risa que camufle el dolor, sino aquella que nos permite afrontar la vida con claridad, aún cuando el peso del sufrimiento esté presente. La risa, cuando es genuina, no esconde las cicatrices ni olvida el dolor; más bien, es una forma de decirnos a nosotros mismos que, incluso en la tormenta, hay espacio para la luz.

También estoy aprendiendo a decir adiós. He dejado atrás mi antiguo formato en el que prefería mantener a evitar una despedida y he comprendido que hay salidas necesarias, ya sean impuestas, articuladas o intencionadas. He aceptado que ha que dejar marchar a quién no quiere en un lugar estar, porque las prioridades y motivaciones de las personas cambian. Debo respetarlo, más allá de mi juicio, deducción u opinión.

Saber levantar la cabeza del suelo y mirar de arriba abajo  en lugar de hacerlo de abajo hacia arriba, como si viéramos la cima como una distancia insuperable. Saber que, aunque nos cueste, tenemos que creer que sí podemos alcanzarla, sin permitir que la incertidumbre nos haga dudar de nuestra capacidad. El paisaje se transformó, el río se desbordó y arrasó con todo lo que vio por su paso dejando lodo y barro y una infinidad de trastos inservibles que desechar y retirar. Se abrió camino, un extenso desierto donde las flores anhelaban un jardín donde crecer, un proceso bajo el cual florecer, el aroma que desprender, en toda su magnitud la belleza que muchos no pueden reconocer y en algunos casos tratan de corromper...