Sumando y creando... sanando apreciando el "Henko"

21.04.2025

Sumando nuevas páginas, inicié un nuevo año, uno más del que aprender... y emprender. Renací de un estado suicida, de haber sido perseguida o temida. Dejé atrás la imagen distorsionada que me devolvía el reflejo, para por fin sentirme a mí misma, auténtica, sin disfraces ni concesiones.

Tal vez sí existan las "Super Woman", pensé. Pero su salvación no está en ser admiradas desde fuera, sino en reconocerse a sí mismas. En aceptar su inmenso poder, ese que solo los valientes de corazón pueden portar con honor, sin miedo ni excusas.

Fue un año lleno de días muertos, de resultados inciertos. De errores, de aciertos. De golpes duros y de decisiones que ya no podían esperar. Había llegado la hora de arrancar las dagas que me habían sido clavadas —algunas por otros, otras por mí misma— y comenzar a forjar las espadas de un reinado propio. Un reinado que no se rendiría jamás a la capitulación, ni a la manipulación, ni a la traición.

Ya no necesitaba barreras ni escudos. Mi memoria había aprendido a soltar lo que ya no era útil. No tenía la necesidad de agradar, ni el temor a fallar. El dolor había sellado un manto helado sobre mi piel, y aunque aún me aferraba a él por costumbre o por instinto, sabía que la vida ya no me permitiría sucumbir. No ahora, no después de haber cargado con tanto.

El trayecto había sido brutal, tanto que cualquier pensamiento existencial se estrellaba contra el impacto de la realidad. Y sin embargo, el cambio no fue solo mío.

A mis queridos niños, les digo: seguimos con más fuerza, con más sabiduría. Hemos aprendido del peor de los escenarios a construir sin temor, a ejecutar desde el amor, a dejar atrás el rencor, y a amar sin límites ni barreras, incluso cuando las cicatrices que llevamos aún nos duelen. Porque la vida es finita. Y hay ausencias que, con el tiempo, dejan de doler, especialmente cuando quienes se marcharon decidieron juzgar y descartar.

Tuve la suerte de sentirme tan increíblemente sola, que esa misma soledad me reveló lo verdaderamente crucial. Descubrí que mi vida ya era plena, que mis esfuerzos, aunque muchas veces ignorados, comenzaban a dar sus frutos. La verdad se volvió mi bandera, la integridad mi escudo. La radicalidad de mi personalidad, lejos de suavizarse, encontró más fuerza en su inconformismo. Porque yo no me rindo en la búsqueda de la felicidad.

Tras el colapso de aquel mundo que conocí, surgieron muchos otros. Pequeños universos a los que me dejé llevar sin más objetivo que seguir avanzando. Porque si algo tengo claro, es que no sé parar. Mi terquedad no me lo permite. Solo sé andar, un paso tras otro.

Y en ese camino, descubrí algo más. Volvió a brotar una necesidad profunda, que creí perdida, arrancada, intoxicada: la de proteger y sentir unión. Especialmente en la relación más compleja de todas, la de madre e hija. Somos dos espejos enfrentados, dos corazones que se buscan incluso cuando se hieren, incluso en la distancia o el silencio. Y aunque duela, esa necesidad de entender, de cuidar, de estar, sigue viva. Como si el amor, incluso herido, no supiera rendirse.

Ellos —mis hijos— son mi legado.
Todo lo que he sido, todo lo que he aprendido, cada batalla, cada renuncia, cada paso… lleva su nombre grabado. Son la razón por la que me reconstruyo, la fuerza que da sentido a este viaje.

A ti, hijo mío, te pido: no cambies, no pierdas tu sensibilidad.
Jamás dejes de amar con la intensidad y las ganas con las que lo haces.
Ese amor que llevas en el alma es un regalo raro y precioso. No dejes que nada ni nadie te lo arrebate. Nunca dejes de ser quien eres, con esa luz que ilumina todo a su alrededor.

Pero hay algo más importante aún que todo eso: ya no soy una mujer con miedo. Me hice independiente. Y, como muchos me llamaron, una mujer valiente.

Porque sí, he lidiado con el narcisismo más salvaje, con una incapacidad patológica de empatizar, de conectar, de sentir. Con la frialdad hecha persona, con el veneno emocional que se expande desde dentro, destruyendo todo a su paso, especialmente cuando una se somete a caprichos ajenos, a ser usada y descartada en función de intereses, a esa constante expectativa de rendimiento emocional, como si el alma pudiera amortizarse.

Y aun así, sí: volvería a atravesar el mismo entramado.

Porque en la oscuridad más profunda... siempre, siempre termina saliendo el sol.

Y a las heridas, como buena guerrera ya sin miedo, solo me queda brindar por ellas: con tequila, sal y limón.

Y entonces me hablo a mí misma, con la certeza que solo da haber sobrevivido al fuego:

Te felicito. Lo estás haciendo bien.
Ellos lo sabrán. Tú lo verás.
Conseguirás tu objetivo: alcanzar la paz.
La dualidad entre sombra y luz, por fin en equilibrio.

Has crecido. No te distraigas.

Sigue así.
Y recuerda: solo tú tuviste esa unión desde el inicio,
desde su propia creación.
Fuiste su protección, su refugio y su guardiana.
Como los antiguos Lares, espíritus protectores del hogar y la familia,
que velan por lo más sagrado: el amor, el calor del hogar y la unidad inquebrantable.
Protege tu alma, la morada de tu esencia,
como la guardiana que siempre fuiste,
cuidando la casa que es tu ser,
que se renueva y se fortalece con cada paso que das.